EL PURIFICADOR DE AGUA DE FLORENTINO AMAT

La industrialización fue prendiendo lentamente en Valencia, si la comparamos con las grandes ciudades industriales centroeuropeas, pero el proceso fue imparable. La maquinaria, accionada a vapor, era cada vez más compleja y los procesos se fueron mecanizando.

La maquinaria hoy nos parecería tosca, pero en aquel tiempo era alta tecnología. Era cara, era compleja y una avería no solo requería de la consiguiente reparación sino que detenía el trabajo, dejaba en la estacada a los empleados, que solo cobraban por día trabajado, y comprometía las expectativas de beneficio del empresario.

Las aguas no se trataban, ni al entrar a la industria, ni al salir, a menudo en forma de apestosas aguas negras que se evacuaban a cualquier cauce disponible, ya fuese río o acequia. La contaminación se convirtió en un problema de salud pública. Pero por el momento, aquello importaba menos que las averías, al menos hasta que la prensa, el vecindario o las autoridades ponían el grito en el cielo e imponían algunas mejoras. El verdadero dolor de cabeza del empresario eran las temidas averías.

Igual que el agua se evacuaba donde mejor se entendía, se tomaba de la red hídrica. Las tomas de agua de la industria a menudo se sirvieron de las redes de acequias para abastecerse del líquido elemento, tan necesario para generar el vapor que movía bielas y engranajes. Si el agua no se filtraba cabía la posibilidad de que objetos, residuos, arena y grava llegasen a las cañerías interiores y las obstruyesen. Si el agua va a alimentar la caldera de vapor el problema se multiplica, pues la evaporación acelera el depósito de materiales sólidos y cal.


Esta situación requería que fuese preciso parar máquinas cada cierto tiempo para realizar tareas de limpieza y mantenimiento y las paradas eran tanto o más frecuentes si a los procesos naturales de sedimentación y precipitación, aparte de la reparación de averías por desgaste, se les unía el empleo de aguas no filtradas, cuyas impurezas agravaban el problema. 

Parar una pequeña máquina no representaba un gran problema, pero detener todo el proceso industrial representaba un gran perjuicio, tanto por la pérdida de producción como por la pérdida de eficiencia e incremento del coste energético: las máquinas requerían de una presión de vapor concreta por debajo de la cual dejaban de operar correctamente. Una gran cámara de combustión no se apaga facilmente, tanto por las altas temperaturas que alcanza, como por el hecho de que el calor debía bajar de forma progresiva para evitar que un descenso brusco tensionase excesivamente los materiales provocando grietas y roturas. Así el apagado se demoraba algún tiempo que dependía del tipo y tamaño de la máquina de vapor durante el cual en la cámara de combustión se iba consumiendo carbón y madera inútilmente. 

El encendido después de las tareas de limpieza y mantenimiento provocaba problemas similares. Había que calentar una gran cantidad de agua hasta generar vapor y durante el proceso se quemaba combustible sin beneficio alguno, pues la máquina no funcionaba hasta que se alcanzaba la presión necesaria.  

Por estos motivos comenzaron a desarrollarse filtros y de hecho, a la solución de este problema se consagró Florentino Amat Vera: el 30 de junio de 1897 patentó un procedimiento para depurar agua para alimentación de generadores de vapor, un año después, en junio de 1898 lo perfeccionó y aún realizó una tercera revisión en agosto de ese mismo año. Así lanzó al mercado su Purificador Amat.

Montaje del purificador

El ingenio, según su creador, eliminaba las impurezas del agua, permitiendo al usuario ahorrar hasta un 7% de combustible. El montaje debía cubrir una capacidad de purificación equivalente a 1/5 del agua a consumir y debía constar de dos partes: una destinada a la purificación y otra a la alimentación de agua. Un compuesto químico se encargaba del proceso de depuración.

 
Entre las principales ventajas de aquel invento se encontraba la de ahorrar al empresario la necesidad de apagar calderas y detener maquinaria para realizar operaciones de limpieza, ahorrando además el coste en combustible que representaba después volver a calentar un gran volumen de agua para poner de nuevo en marcha los mecanismos.

Sin embargo no fue esta la actividad por la que gozó Florentino, de mayor prestigio. Fue industrial muy conocido en los círculos económicos de la capital del Turia aunque no tanto por su dedicación a la ingeniería industrial sino por su industrial licorera, en la calle Barco de El Grao, de la que más adelante hablaremos.

Gumersindo Fernández Serrano
Enrique Ibáñez López

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